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La historia más hermosa.

Publicado el 7 de junio de 2016

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Soy un radical de la ciencia.

La amo porque despeja de nuestras cabezas todas las trampas del pensamiento, esas que nos hacemos a nosotros mismos para sentir que tenemos más conocimiento del que realmente tenemos, para confirmar nuestras ideas aferrándonos a hilos de apariencia.

Solo existe conocimiento desde la ciencia, solo podemos saber cómo son las cosas que suceden desde la ciencia, solo podemos conocer cuáles son los mecanismos por los que suceden desde la ciencia. Será la ciencia, la observación lo más objetiva posible, la que nos dirá qué ha pasado. No existe otra manera de trazar un mapa del mundo físico.

Y por eso a veces se puede pensar que el amor por la ciencia implica no valorar lo espiritual, pero esto no es cierto.

También soy un radical del espíritu.

Pero no creo en dioses que determinen nuestros actos, no creo en fuerzas desconocidas o energías que sanen, no creo en mecanismos etéreos que muevan las cosas como manos invisibles, inobservables y caprichosas, porque eso no es la espiritualidad. Eso son atajos para explicar el mundo físico según lo deseamos, empequeñeciéndolo hasta nuestra medida, hasta que sentimos que lo abarcamos. La auténtica espiritualidad es más fuerte.

El espíritu no nos permite medir el mundo, sino cambiarlo. Porque la ciencia no es justa, ni injusta, buena ni mala. Solo es cierta. Por eso resulta insuficiente para escribir la historia más hermosa.

El espíritu es donde reside lo que no podemos conocer, lo que debemos decidir, pensar. Nuestra posición frente a lo que sucede, nuestra determinación hacia el ideal. Por eso es necesario.

La aspiración a cambiar el futuro, a mejorarlo para quienes lo habiten, es la obra, el poderoso terreno de trabajo del espíritu. Y por eso las historias más hermosas necesitan del espíritu.

Y de entre todas ellas es la historia de la justicia la más hermosa, donde el espíritu, nutrido por los conocimientos, piensa en reglas inasibles cuya aceptación colectiva cambiará el mundo a mejor.

Porque la magia auténtica, la que existe y tiene poder, es la concreción del espíritu, fortalecido y asentado sobre el sólido cimiento de la ciencia, en ideas y propuestas sobre cómo organizarnos y actuar de la mejor manera posible.

La ciencia podrá constatar nuestro poder sobre otros, pero el espíritu nos puede llevar a renunciar a él y convertirlo en fuerza para la defensa, para la reivindicación, de aquellos sobre los que tenemos poder.

  • Si sabemos que los animales sufren y queremos evitar el dolor para nosotros mismos es una idea de justicia querer evitarlo para ellos.
  • Si queremos la felicidad es un pensamiento justo quererla igualmente para los animales, ahora que sabemos que pueden sentirla.
  • Si creemos que el reconocimiento de derechos legales es necesario para garantizarnos lo anterior, que no vale con decirlo, sino que debe quedar asumido por contrato colectivo, es justo pensar que aún más lo necesitarán aquellos que menos poder tienen.
  • Si creemos que quienes no pueden decidir por sí mismos necesitan una tutela que garantice sus intereses y que obligue a los tutores a actuar en su defensa, incluso contra su propio beneficio, lo correcto será incluir a los demás animales, inconscientes de nuestro poder hasta sufrirlo, en esta condición.
  • Si no deseamos que se nos entregue el derecho a vivir sin sufrimiento y aspirar a la felicidad como una propina de los poderosos, sino como un derecho, poderoso por sí mismo, deberíamos ofrecer a aquellos sobre los que tenemos poder lo mismo que reclamamos a aquellos que lo tienen sobre nosotros.

Porque la historia más hermosa es la que cuenta cómo la ciencia nutre al espíritu para cambiar el mundo, para construir el futuro. Para volverlo más justo. Y ser animalista es formar parte de esa historia.

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